A menudo nos encontramos con que los jóvenes de hoy se ríen de aquellas maneras de vivir el amor y la sexualidad que Freud describía sobre Dora. Es cierto, constatamos que hay cambios en los comportamientos sexual y amoroso. Hay una tendencia a pensar que las formas y los semblantes que toman la relación con la sexualidad de los jóvenes y adolescentes de hoy vienen marcados por los condicionantes de época (consumo, prisa, permisividad, etc.). En poco más de un siglo, a la banalización del amor hay que sumar la frecuencia y la cantidad de las relaciones sexuales, lo que para algunos es muestra de cómo el orden erótico se ha plegado al orden económico.
Pero un diagnóstico
rápido, vasado en un estallido del goce y la inestabilidad afectiva, es una
simplificación. Recordemos que Lacan habla en Televisión, del fastidio y la pesadumbre, a propósito de los
jóvenes que se entregan a relaciones sin supresión. La pretendida libertad
sexual esconde en realidad una defensa: poner el sexo a la altura del consumo,
por ejemplo, es una manera de programar la no relación. Lacan acentúa que los impasses de la
sexualidad no vienen de la prohibición sino del real en el traumatismo del
encuentro, con la no relación. Señala un contrasentido respecto la represión, y
es que la represión no recae sobre la práctica sexual sino en el bien decir
sobre el sexo que es imposible.
Este
problema está introducido en la primera lección del Seminario 20, con la fórmula “el goce del Otro no es signo de
amor”. Esto es, el goce no hace relación, y por esto no le dice nada al sujeto.
Es
cierto que en los tiempos actuales la no relación aparece más crudamente, a
cielo abierto. Pero esto no cierra todo el asunto, puesto que no todo en el parlêtre responde a este registro, están
también el deseo y el amor, que se sostienen en el Otro y se dirigen al Otro. Será
por la vía del signo que puede abrirse el camino. En la medida que el signo se
dirige a alguien, puede provocar el deseo, lo que es el principio del amor.
Lo importante del amor es
el signo. El signo, en el campo de la transferencia, puede ser tomado como un
equívoco de la pregunta del sujeto, un medio por el cual se interroga sobre su
ser. La transferencia, que se produce en el marco del lenguaje, abre el camino
al inconsciente como un campo abierto al decir, hasta “decir cualquier cosa”
que a su vez va a demostrar imposible, en tanto se atraviesa algo que se
percibe como síntoma, algo sintomático de lo real.
Cuando se escucha a los adolescentes muchas veces se hace patente que hay una dificultad para poner palabras a lo que está pasando. Se aprecia a menudo que están próximos a la dimensión del actuar, a punto para encontrar allí una solución a la angustia. Por eso pueden poner en cuestión la palabra, y cuestionar para qué sirve hablar. Una vez más la respuesta está en la transferencia, como artificio que en el discurso analítico se usa para atrapar el inconsciente.
El psicoanálisis le toca
recordar lo real. Ofrece para ello como alternativa una experiencia en la que
el hablante tiene la oportunidad de amar a su inconsciente, y operar con ello
una mediación para que el goce condescienda al deseo. Aunque lo simbólico es
siempre débil, hay la posibilidad de restaurar la conexión con lo real a través
del amor.
En
efecto, cuando Lacan dice que el psicoanálisis promete aportar una novedad en
un campo que es el del amor, nos equivocamos cuando pensamos que hay que
esperarlo, porque ya está ahí, es el mismo amor de transferencia. Es nuevo a
causa del nuevo objeto que le atribuye, el sujeto supuesto saber en la forma
del analista. Un partenaire que tiene la “oportunidad de respuesta”. Se trata
de un amor cuyo resultado va a ser la producción de saber, no al final sino
paso a paso. Y además, añade, que con ello demuestra un real propio de la experiencia
analítica.
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